Casa Xamu honra el legado oaxaqueño del mezcal y lo proyecta a nuevas geografías como Baja California, con una propuesta sensorial que une la tierra, el fuego y la herencia cultural en cada gota.
En el corazón de Oaxaca, donde el sol abraza los campos de agave y el viento murmura historias antiguas entre los magueyes, nace Casa Xamu. No es solo una marca, es una familia. Es un eco de generaciones que han sabido mirar hacia la tierra con respeto, hacia el fuego con reverencia, y hacia el mezcal con devoción.
Desde Santiago Matatlán, donde el tiempo se mide en cocción de piñas y en maduración de sueños, esta casa mezcalera ha encontrado un segundo hogar en Baja California. Allá donde el mar rompe contra las rocas y los valles esconden viñedos, el mezcal se ofrece como puente sensorial entre dos mundos que comparten una misma pasión: el origen y la autenticidad.
En Oaxaca, el amanecer no llega en silencio: llega entre el crujido de las hojas secas del agave, el susurro de los palenques, y el canto del copal que se eleva en espiral hacia un cielo pintado de rojo y oro.
El sol toca las pencas como si las bendijera, y la tierra —oscura, fértil, sabia— responde con aromas que recuerdan a infancia, a cosecha, a raíz.
Allí, donde los caminos de tierra serpentean entre cerros y valles, se guarda un saber milenario que no cabe en manuales ni en vitrinas: el saber de los abuelos. Cada agave cortado, cada leña encendida, cada olla de cobre encendida, es un acto ceremonial. El mezcal no se fabrica: se parpadea, se siente, se escucha.
Y cuando ese espíritu de la tierra cruza fronteras y se asoma en las mesas de Baja California, lo hace con la dignidad de quien no olvida de dónde viene. No es una bebida: es un huésped que trae consigo los cuentos del sur, la lluvia que tarda en llegar, los pasos descalzos de quienes bailaron antes de nosotros.

La visión de lo ancestral
Para Casa Xamu, el mezcal no es bebida: es espíritu. Es legado líquido. Cada botella es un testimonio vivo de la tradición artesanal. La marca honra procesos antiguos: horneado en horno cónico de piedra, molienda en tahona, fermentación en tinas de madera, destilación en cobre. No hay prisa. Solo respeto. Solo fuego. Solo tiempo.
Sus etiquetas no son nombres: son pasajes a distintas almas del agave. Cada una, una historia. Cada sorbo, una experiencia.
I. El corazón joven del Espadín
El Espadín joven de Casa Xamu es una caricia dulce al paladar. Suave, untuoso, con notas cítricas de naranja y mandarina, envuelto en un abrazo de vainilla y camote dulce. Es el mezcal ideal para iniciar un ritual. Para alzar la copa antes de un ceviche fresco frente al mar de Ensenada.
Para brindar con quienes llegan, con quienes regresan.
Cultivado entre los 7 y 8 años, este agave representa la juventud domada por el fuego del palenque. La nariz es frutal, con destellos de mango, y un sutil fondo especiado de laurel. En boca, equilibra dulzor con un amargor ligero y un retrogusto persistente que deja memoria.
II. Espadín Salvaje: el equilibrio que pica
Un mezcal que baila entre el dulzor y el picor, como el fuego que arde pero no quema. Las notas frutales se conservan, pero esta mezcla añade una sutil provocación: un toque picante que despierta y seduce. En Baja California, este mezcal acompaña una tlayuda con arrachera o unos tacos de borrego con salsa de molcajete. El fuego del palenque se funde con las brasas del norte.
El Espadín Salvaje conserva la edad del agave entre los 7 y 8 años. Su entrada picante abre paso a un centro dulzón y un final especiado, fresco, con presencia prolongada. Es para quienes disfrutan de lo inesperado.
III. Espadín – Tobalá: cuando el cacao se vuelve aroma
Aquí, el mezcal se vuelve introspección. Terso y complejo, ofrece una danza de cacao y mentol, trufa y tierra. Ideal para quien busca profundidad, elegancia, silencio. Perfecto para el atardecer en el Valle de Guadalupe, con un chocolate oscuro al 70% o un postre de higos y nuez. Un mezcal para conversar, para cerrar los ojos y viajar.
Su agave tiene una edad de 8 a 12 años. La nariz ofrece una mezcla entre la madera y la fruta tropical. En boca, las notas terrosas de cacao se combinan con una frescura mentolada y una textura suave que limpia el paladar.
IV. Tobalá: una sinfonía de trufa, resina y hoja silvestre
Este no es un mezcal para cualquiera. Es un himno al monte, al hongo silvestre, al árbol que llora resina. Complejo, serio, majestuoso. Es el maridaje ideal para un corte de carne madurado o para quesos añejos de cabra. En Baja, podría acompañar un pescado zarandeado en hoja de plátano. Contrastes que no compiten: se elevan.
La planta del Tobalá madura entre los 8 y 12 años. Este mezcal es una sinfonía que inicia con cacao, resina y hojarasca en nariz. En boca, confirma un perfil complejo, con fondo de hongos, frescor vegetal y un toque que recuerda al monte en invierno.

V. Madrecuishe: la arcilla que canta
Este mezcal sabe a tierra húmeda después de la lluvia. A piedra, a arcilla, a minerales que cuentan historias en silencio. Robusto y especiado, con vainilla, pimienta y tomillo. Un equilibrio profundo. Un trago de este mezcal basta para entender que el suelo también tiene voz. Ensenada, con su tierra arcillosa, lo reconoce. Se disfruta mejor con un mole de olla o un pulpo a las brasas.
El Madrecuishe crece lentamente, entre 12 y 16 años. Sus notas minerales y terrosas se mezclan con especias profundas. En nariz, aparecen notas arcillosas, cacao, vainilla. En boca, el retrogusto es potente, cálido, complejo.
VI. Tepeztate: el más sabio, el más salvaje
El Tepeztate es el anciano de la montaña. Un agave que tarda hasta 20 años en madurar, esperando el momento perfecto para transformarse.
Su sabor es fresco, cítrico, herbáceo, con mentoles y especias que lo hacen inolvidable. Este mezcal no se bebe, se contempla. Se honra. Y en Baja California, se vuelve el acompañante ideal de un tiradito de callo de hacha, de esos que saben a mar profundo y viento limpio.
Su perfil sensorial lo convierte en una joya. Mentoles como eucalipto, cítricos como el limón verde, y especias como el tomillo, se mezclan con un picor ligero que despierta todos los sentidos. Es un mezcal ritual.
Un puente de fuego entre Oaxaca y Baja
Casa Xamu no solo lleva su mezcal a nuevas latitudes: lleva su corazón. Cada botella es una carta de amor a Oaxaca, escrita con agave y firmada con humo. En Baja California, donde el vino canta en barricas, el mezcal comienza a danzar entre copas altas. Las dos regiones, tan distintas y tan hermanas, encuentran en Casa Xamu una excusa perfecta para el encuentro.
El mezcal y el vino no compiten: conversan. Uno es el sur profundo, el otro es el norte en flor. Ambos celebran la tierra, los ciclos, el arte de esperar. Ambos merecen su altar.
Y así, cuando el vino del Valle de Guadalupe se alza en copa y el mezcal de los palenques oaxaqueños se evapora en el aire, algo más grande que la suma de sus sabores sucede: nace un país líquido, un México sin fronteras donde la vid y el agave conversan como viejos amigos que se reconocen en la raíz.
Uno viene del viñedo que mira al Pacífico, el otro del maguey que observa las estrellas desde la sierra; ambos, guardianes del tiempo y el fuego.
El vino narra historias de madera y fermento; el mezcal, cantares de piedra y humo. El primero seduce con taninos y notas florales; el segundo revela con minerales y resinas antiguas.
Son dos caminos distintos hacia el alma, y sin embargo, se encuentran en la mesa compartida, en la sobremesa que ríe, en el brindis que perdona. Vino y mezcal, como dos voces que se alternan en un mismo poema.
Oaxaca y Baja se abrazan en este rito sin prisa, donde el paladar se vuelve altar. Son tierras de fuego distinto, pero de espíritu común: el de la hospitalidad, el de la ofrenda. Aquí el norte no es frontera y el sur no es límite. Son ejes de una cruz que se consagra al sabor, al origen, a la memoria.
Que cada sorbo sea un regreso. Que cada copa alzada sea un puente. Que el mezcal nos recuerde de dónde venimos y el vino hacia dónde vamos. Y que, entre los dos, se teja un destino compartido donde México se sirva sin hielo, sin prisas y con el alma desnuda.
Con información de César Esparza | Indaba